6.10.06

Tauromaquia

Esteban Chinchilla


Circunstancia, tarde de miércoles, uno escucha la voz del tumulto, más confusa aún cuando se anda por los diez años. Tarde de miércoles de Enero, hace un poco de vientito, fría la gradería que espera, porque no hay quinto malo, ni en esta ni en ninguna arena, en esta plaza de la vida, no hay quinto malo, y menos si la faena ha transcurrido con tanto Goya, que a la postre convierte este redondel en un desangrado aguafuerte. Ahora la huella de varios caballos que se llevan a la imponencia animal sin oreja, quinientos kilos de carne muerta y tensa, cuero negro.

La voz del tumulto es silencio al filo de esta tarde, es más bien cientos de manos blandiendo un pañuelo blanco, y yo no entiendo quién es juez o quién es una res inmensa, bruta, con la lengua afuera, más roja que de costumbre. Yo tengo diez años en esta gradería que ha de tener tal vez setenta u ochenta, está toda recién pintada de tonos rojizos y ocres, el centro de la arena un jardín Zen, gigante, que el placero barre y barre, para despistar los residuos de toda la sangre añeja.

Al inicio de la corrida, todo era un dato para la posteridad: la mano de mi abuelo, cálida, pesada, sabrosa, subía y bajaba una bota de “chirrite” “agua e sapo” vino barato, artefacto necesario para confundir el estupor de la muerte anunciada de las reses, con la extraña alegría de la vida.

Todo lo que observaba entonces, lo recuerdo como los puntos Seurat de una ficción, los detalles se me escapan hoy que mis diez años han quedado lapidados tras el invento de la calvicie y de la experiencia, ese animal salvaje de la vida, todo es color, manchas, lo que yo he llamado con los años, el gran fuera de foco de la memoria. Es tal vez por eso mismo que no preciso el momento en que la ignorancia aparente de lo infantil, se me habrá convertido en este toro que verso conmigo desde hace ya casi treinta años.

Recuerdo bien a la pareja de ancianos que estaba al frente, una grada más abajo, una pareja exitosa señor, que envidia; bueno los recuerdo como ancianos, pero tomemos en cuenta que recuerdo que mi casa era un palacio y no el desvencijado panal que era la comuna familiar. Recuerdo a la señora enseñando una cámara Asahi Pentax, idéntica a la que mi abuelo nunca ha querido heredarme, y que esa tarde colgaba pesadísima en mi cuello, antigua ya para mis ojos de niño. La señora se sorprendió igual que yo al vernos retratados ahí, los dos cómplices de un mismo artefacto. Soñábamos los dos al unísono, y esto lo adivino al cabo de los años, con un lente largo, 600mm de cristal para poder fotografiar el músculo de aquellos animales en su crónica de una muerte, el seductor lienzo de sus lomos, como una obra de Klein, pero en vez de azul, mi obsesión es roja roja.



Por qué comenzó la llovizna, la arena se tornó a barro, y guardá la cámara ya, Jonacito, porque el reino fungi hace fiesta con los lentes húmedos, pero yo no quería guardar nada, quería seguir vibrando con la bulla de aquellos espectadores marineros amigos de Jonás, que parecían clamar a Dios para que no muriera nadie ahí, esa noche prematura, porque el toro, sólo conciente de su ira y de su sangre, arremetía contra el tipo afeminado que hacía unos minutos lo retaba. Ese espectáculo de la violencia, el barro, la sangre, el agua mala, tenía todo de tragedia, y yo bajito, hacía esfuerzos sin fruto, para captar la escena, en este pedazo de la madre patria clavado en Bogotá. Ahora no es al toro al que arrastran, es al hombre al que llevan de la relinga, como una hermosa vela que se extiende y se contrae, comprendiendo el dolor ignorante de su naturaleza animal.

Emerge de tu sangre aquella sangre antigua, hoy treinta años después de mi primera metamorfosis, el mismo día que nací me transformé en Tauro y no en Cangrejo como debía, yo soy el público para el animal y no para el torero. Algo que tiene que ver con la mujer, me recuerda este espectáculo rojo, algo no asido a la rigurosidad del tiempo. Pero cómo convencerlos de que ni tengo ya 10 años ni 40, cómo aceptar que antes quise hacer esta fotografía, cómo decirte Jonacito que estás en esa gradería viendo cómo muere Jonás, cómo es que anoche tenía el pecho de mi mamá dentro del hambre, y hoy de madrugada tenía tu pecho dentro del deseo, cómo es que el árbol inmenso se secó cuando no volvieron los pericos, cómo verse a uno mismo en la cresta del sueño, si cuando rompe está rompiendo imposibles, pero cántale tu verso al animal que hace la tarea del instinto, porque no hay quinto malo.

Si primero fue la estocada y luego el error, ese paso que detuvo la cortina roja entre los cuernos de la vida del toro, será porque me sonreíste Jonás y te hice caso y entonces me distrajo tu gesto tierno, el mismo que fue alguna vez mi gesto tierno de primer beso o de primer olvido, toma tu foto pequeño, tómala, aunque en la vida he visto cosa semejante, self portrait while dying. Cómo es que las patas de esta bestia me recuerdan los pilones de la casa que construimos en las faldas del volcán Irazú, cómo es que estas no son tus manos acariciándome suave, sino la arena antigua amortiguando mi complejo de vela velero, dando tumbos en esta plaza, cómo es que esto que llaman sangre, se parece tanto a lo bebido siglos atrás en nuestros ritos y meriendas animales, qué alguien me diga cómo, cómo convencer que escribo durante la noche que conjuga la profunda nostalgia del luto pequeño del día y el luto grande de Jonás.

Teniendo diez años vi morir al torero que iba a ser dentro de mucho, la muerte completa que inició con unas trompetas desafinadas, ya de un hombre, ya de un toro. Seguramente por eso me ha tocado escribir cuentos.

Nenúfar, paisaje acuático, nubes, 1903

Esteban Chinchilla


nenúfar.

(Del ár. naylūfar, este del pelvi nīlōpal, y este del sánscr. nīlautpala, loto azul).
1. m. Planta acuática de la familia de las Ninfeáceas,
con rizoma largo, nudoso y feculento,
hojas enteras, casi redondas, de pecíolo central y tan largo que, saliendo del rizoma,
llega a la superficie del agua, donde flota la hoja;
flores blancas, terminales y solitarias, y fruto globoso,
capsular, con muchas semillas pequeñas,
elipsoidales y negruzcas.


Caminando, haciendo la ficción del luto, entre el croma indeciso de cuando llega la noche y la noche es luna llena, distraído por el ruido del tránsito en medio de la parte linda de San José, ahí por el parque España, contando las hileras de hormigas inmigrantes del Morazán, escuché en la voz ronca de los parlantes de un camioncillo, que ese día cambiaba la hora en las ciudades de Europa. Me vino una imagen inmensa a la cabeza, la de todos los relojes de las casas, el de la catedral de Ruán, los relojes de los hospitales y de las funerarias, cambiando al unísono, estropeando los ritos certeros de todo tipo de reses europeas: era el primer día de la primavera y hacía un año que necesitaba escribirte estas palabras.

Cómo convertir este recuerdo en ese cuadro de Monet que tantas veces me explicaste, “no es que el señor haya sido un loco, nada de eso, sólo le hacía un homenaje a su mujer, en el lecho de muerte”, Camille, que así para desgracia mía también te llamabas, como la mujer azul del viejo francés. Cómo hilar entre los acontecimientos pequeños (si tal cosa existe) y aquellos que son el día en que el estanque lleno de Nenúfares, se convirtió en el cauce de un río, la boca de una ballena, Jonás me llamo yo amor, no era tu parte de la trama caer en el río, que para mi fue la boca de una ballena, y para occidente es tan sólo ese cuadro azul, poblado de Flores acuáticas: “Nenúfares, paisaje acuático, nubes, 1903”, lo mismo que la paz que queda cuando alguien muere y es enterrado. Cuando alguien muere… (si tal cosa existe).

Necesitaba siempre escuchar tus palabras, escucharte hablar de los trazos de la gran obra de la vida, su concierto incesable, su intrínseca soledad de vuelo de pájaros que en la madrugada, le dan sentido a la poesía, a la obra inédita del latido y la respiración, el surco violento de la nostalgia, que puede encontrarse en todo lo mirado a través de los ojos del invierno. Necesitaba siempre la rueca y la aguja de tus palabras, tejiendo sin medida promesas de agua, besos de miel en cada esquina del día, en el ejercicio de la reconciliación, el tiempo fallido, las cosas seriamente perdidas para siempre y otras, tan recuperadas, arqueología de lo humano, campanas del alba que al viento suenan. Necesitaba llamar a las estaciones por su nombre, cargar deliberadamente las palabras muertas de mi verso, y llevarlas junto al río. Esa tarde, hace ya un año, alguien dijo en la radio: “llegó la primavera en las ciudades europeas”.

Por eso era natural quitarse el abrigo, cargar la sombrilla, reconocer que el color comenzaba a empujar la flecha del tiempo hacia los causes, ir a conocer el Aare, retratarnos en la rivera occidental de nuestro amor adolescente, caminar disfrutando de la ficción del instante tomados de la mano por algunos segundos, observarte a unos pasos de distancia, cómo volteabas de pronto, pequeña centrífuga de tus hombros, tu mirada perdida, lúgubre, mientras el viento te mueve hasta hoy la falda blanca, aquí dentro, un año de distancia, tantos pasos de tiempo. El paseo, mujer con sombrilla.

Discutíamos si lo digital era fotográfico, si llegaría el día en que lo químico sería número, mientras yo completaba el círculo de la ignorancia intrínseca de todo lo humano, disertando con seguridad en defensa de mi Nikon mecánica, las emulsiones, el azar, y que Sebastião Salgado y que Bresson. Ese día me explicabas con tu ojo clínicamente intratable, que observara bien cómo la miopía había hecho tanto bien al arte. Me decías “¡cerrá un poquito los ojos! verás que del cuadro sale otro cuadro nuevo”. Pero qué mujer era esta, que tan ciega y tan clarividente, veía un cuadro de Monet ahí mismo sembrado en los paisajes, sembrado en mis ojos, reproduciendo miles de cuadros más, infinitos trazos, infinita música del color, infinitos fotogramas; tal vez de ahí el mareo, ese vértigo-Camille, porque tu signo era de agua, y esa noche era último día de luna. Tal vez de ahí resultó tu mano a unos metros de la mía en un gesto parecido al de mi hermana, la pequeñita, diciendo adiós, pero en caída libre de pájaro que en la madrugada… yo quería gritar Azul en vez de tu nombre, azul azul azul en los remolinos del agua, y luego la corriente, acaso no habíamos hablado de eso, de la corriente, cómo fue posible que te arrastrara así, qué paso hacia lo desconocido te impulsó mi sentido del olfato, que me decía dispara, 40mm, no te distraigas con el cuervo, ella se va para siempre, mi impresionista favorita, la cámara logró fotografiar la ausencia de tu rostro, el paso hacia atrás sin retorno, primero un golpe grave de timbal afinado, como cuando se tira una piedra pesada en un estanque profundo… distorsionado sea el signo de lo real, que llueva, que llueva, la virgen de la cueva, y la realidad fue óleo, y la muerte fue óleo y mis ojos de óleo fueron de lluvia.

La vi ahogarse entre los colores de aquel río. La vi para siempre convirtiéndose en un nenúfar.

Soledad

























“A dibujar esa rosa,
ayúdame caballero,
a dibujar esa rosa,
que estoy solito,
y no puedo dibujarla
tan hermosa.”

Enrique Morente



Es posible que al llamarse escalas, cromáticas, vea usted la ironía, pensara yo sentado al piano esa tarde de mayo, que de los dedos me estaban saliendo escaleras. La mayoría de las que veía, en esa memoria que no es memoria, evocación, eran de madera de casa vieja, crujida, incendiada, reconstruida y vuelta a incendiar. Como si no fuera poca la evocación, resultó que en el penúltimo acorde de esa improvisación sugerida por el primer aguacero del invierno, apareció la primera cámara fotográfica que tuve en mi vida. Vivitar, cuerpo rojo, básica como la esencia de las fotos que siempre quise tomar, herencia de una madrastra mala que tuve, mala y hermosa.

La ironía de lo cromático se hizo nostalgia, cuando con la imagen de mi primera cámara, llegó también la primera de las fotos que en la vida tuve que resignarme a perder, a llorar como toda prueba de lo posible que se vuelve imposible. Era domingo, recuerdo, y ahora entiendo porqué escaleras, era porque estabas en la casona aquella grande, tenías un par de años menos que yo, es decir, andabas por los seis añitos, decía mami.

Nos encantaba esa escalera que comenzaba en un piso de madera oscura, y bajaba a la pobreza rural de la cocina de leña, la de piso de tierra que abuela barría y barría con aquella escoba de ramas secas, escobilla que no barría el olor de la madera quemada, “es tan rico el arroz hecho con leña” escucho en mi cabeza, de toda esa gente a la que le resulta un romanticismo la cocinita de leña y el pisito de tierra. Nos encantaba aquella escalera, para lo de llamar al escalón vitrina y a mi voz de niño llamar don José, el dueño de la pulpería. Yo me sentía mayor que vos y tenía mi camarita roja. No sé porqué he asumido con los años esa imagen tuya en blanco y negro, intercambiando aire por aire y tu espejo por un regalo imaginario, en nuestras compras y ventas imaginarias.

Nos encontrábamos dos veces al año, el día de la madre, porque abuela era la más madre de todas, llena de gallinas y racimos de banano, llena de siembros; y el día de su cumpleaños. Así que nuestra amistad de primos, nuestro amor ignorante de niños, comenzaba algún fin de semana inédito cada tantos meses; pero esa vez yo iba decidido a decirle al lente tu nombre, practicar un poco con la luz y el humo, llevarte a casa, ponerte en una pared de mi cuarto, hacer el primer retrato de mi vida. ¿Por qué lo veo ahora en blanco y negro, si la película de la niñez es de una emulsión a colores, tan llena de colores como era aquella cocina, como las plumas de las aves del campo, lo que es verde en serio en un país de Centroamérica? Sole ¿por qué no pudiste compartir nunca más esos colores conmigo, y me obligás hasta hoy este retrato tuyo tan gris, tan blackbird? En medio de aquel juego dominguero había sido la tormenta, terremoto en un pueblo de mierda, para precisar, y todos, semejantísimos todos ante los ojos de dios, vimos esa figurita del señor Jesús en yeso, tambalearse entre los cuchillos y las alforjas, vimos las montañas chocar contra las montañas, haciendo nacer montañas nuevas, vimos al ladrón del pueblo abrazándose al Poró, como el único juicio vegetal de la vida, vimos la ignorancia mamífera de las reses y las gallinas en la llanura de su miedo, temblar, correr despavoridas, vimos a Serrat componiendo una canción al pueblo de mi abuela, seguramente el día que mi mama odió para siempre la soledad de los cerros a la distancia, y vimos esa viga de madera inmensa, cenízaro, lo único de valor en la casa de mi abuela, convertir a Soledad en la primera foto de mi vida sin tomar; con la ética de la niñez, mi luto incomprensible, inmediato. Fue tan grande el silencio que me quedó, el polvo levantándose en los últimos trombones de la tarde, que creo allí nació mi amor por la música, mi forma de nunca más escuchar semejante silencio.

Si es necesario, lloraré durante siempre para espantarlo, o vendrá Morente con sus gritos gitanos, a provocarme esta amnesia de la vida.

La Grúa


Esteban Ch.




El olor del aceite industrial, como el usado en los trenes viejos guardados en el taller de Incofer, me recuerda algo que no preciso, tal vez me recuerda algo como los nidos de Oropéndola añejos que encontramos, cuando limpiamos la casa. Me encanta ese olor del aceite usado, el olor de la modernización en marcha detenida. Así olía La Grúa, hermoso caballo de metal para el progreso, erguida con elegancia, sola, brutalmente sola e inútil en un puerto sin barcos y sin marineros.

Corrí despavorido hacia la imagen, cuando tuve conciencia de la composición debida, esas nubes que amenazaban con llenar de significado a la palabra invierno y con estropear mi cuadro en unos cuantos segundos, sabiendo que me llevaría al Caballo de Troya nocturno, en grises. Corrí despavorido, pues nunca antes tuve tanta certeza de fotografiar lo que no se puede fotografiar, la ausencia del trabajo, esa bulla bestia de las maquinas de los barcos, la jerga de un puerto argentino que está lleno fantasmas. Siempre ha sido un problema cómo hacer estas fotos instintivas e inmediatas, si hay tan poquita luz, tal vez llevando al extremo las posibilidades químicas de la realidad rioplatense, muy al estilo de cuando es la madrugada y llevamos al extremo las posibilidades químicas de la sangre.

Recuerdo poner ojos a la obra, esconderme un poco tras la cámara que hace pocos meses compré en una casa de empeño que se llama “La Cueva”; está como nueva, llena de maravillas automáticas que no entiendo. Me encanta el peso de la cámara en mi mano izquierda, mi máquina de hacer pájaros, cajita de música, Jack in the box, eso es la vida, moraleja, eso no es la vida. Pero moviéndome alrededor de La Grúa, queriendo capturar los conejos blancos de las nubes, que enseñaban los dientes a la noche, comencé esta extraña danza que les cuento.

Ese equino gigante se movía, lo juro, los fierros crujían, quedaba demostrada la grandeza del movimiento universal, y en su lomo, obreros de los albores del siglo XX, obreros de todos los siglos, domando esa bestia del progreso. Sembradas las patas del animal herrumbrado, mientras la brisa fría era mi compañera de tango. Yo quería tener la máquina correcta para hacer esta fotografía de la locura, del transcurso de los países en los que nos ha tocado nacer, hermanos latinoamericanos, hacer una revolución pequeña y otra grande. Resentir con mayúscula el Abandono, la Indiferencia, la Desigualdad, tener ganas de cruzar la ciudad entera con un rótulo en el que se lee “Canje de Recuerdos” y olvidar el olor de las palomas, ese olor que nos hace sentir en Venecia estando cerca del Templo de la Música, ahí por la Escuela República del Perú. No es un eclipse, es la luna detrás de La Grúa, la luna viene bajando entre nubes de platino y dos estrellas de coral, y parece asomar su cara en los diques de Puerto Madero.