14.5.07

Hijo de Beckett

Puede ser que no sea mío lo que veo. Puede ser que en lo náufrago y por condición de lo anciano, me he convertido en un viejo que roba criaturas de la literatura pasada: caminaste hombre anónimo, hijo de Beckett, hasta este jueves, “Plein de…” tumbas y tumbas, abierto el espanto. Es más sencillo contar la vida desde este sitio donde ya nada importa. Puede ser que todo haya transcurrido en otro camposanto, mientras yo redacto lo simplemente anecdótico; pero sea aquí o allá, tuvo que acontecer, para que el otoño cayera completamente de rodillas en un barrio viejo de Buenos Aires.

Tanto más dramático si hubiese sido un gato, pero es que más allá de los muros de esta ciudad silenciosa, vibra la otra ciudad, el subsidio permanente de la vida que tiene sus locuras, como esta campana de bronce de una tonelada, celebrando la muerte de algún Torcuato de Alvear, anónimo del mármol y la decadencia. Y la esperanza, vibra medio muerta la esperanza de olvidar algún día, la esperanza de algo que nos exima de este tránsito y de todos los gatos que mean entre misteriosos y enfermos y alegres y diabólicos, las cajas de maderas finísimas de hace más de un siglo.

Alguien me decía mientras aún florecían los robles de sabana que un relato no es una poesía, o por ejemplo, dale sustancia y carácter a tus personajes, miente bien, ahorra palabras, trabaja duro, sintetiza y se exhaustivo en el ejercicio de la soga, seducirás mujeres y ganarás premios, y ahora que sin tener más creencia que en el derecho a la palabra, veo a ese hombre con su sombrero anacrónico sacándose la “poronga” apuntando bien entre las rejas herrumbradas y los vidrios quebrados de la tumba de La Estimada Familia Duarte, qué me queda a mí entonces, esta última imagen de la soledad, no decir nada como un verso.